Tras la epidural vino la oxitocina, el bebé empezó a hacer bradicardias (el corazón bajaba de frecuencia) y decidieron hacer cesárea. En ese momento estaba sola. Me avisaron de que le harían cesárea y que tenía que esperar en una sala, solo.
Ella sola, y yo solo. ¿Lo pasé mal? Relativamente. Nada comparado con lo que ella estaba viviendo: ¿Cesárea? ¿Qué implica? ¿Duele? ¿Está bien mi bebé? ¿Dónde está Armando? ¿Sabe que estoy aquí? ¿Va todo bien? ¿Voy a morir? ¿Va a morir?
Dos horas después subió y le temblaba todo el cuerpo por la analgesia. Quería coger a Jon, pero no se atrevía porque tenía frío y temblaba. Estaba contenta, pero pálida. Estaba animada, pero asustada. Y yo no era más que un “hombre” joven con un bebé en brazos y una mujer tumbada en una camilla, con un abdomen recién abierto hasta las entrañas y un impresionante montón de gasas escondiendo lo evidente.
Recuerdo los días posteriores, pidiéndome ayuda para curarle la herida. “Mira a ver, Armando, que creo que alguna se está infectando”. Su abdomen hinchado, amoratado, unido de arriba a abajo como quien cierra un sobre, casi como una solapa, y todo anclado con un número infinito de grapas, o eso parecía. Ahí donde yo había puesto caricias y besos solo había una tremenda herida y un montón de grapas. Grapas. De pequeños nos decían que nos alejáramos de las grapadoras porque nos podíamos clavar una en el dedo; y Miriam llevaba casi diez. Y en vez de decirme: “Mira mi abdomen, qué me han hecho”, me pedía que le curara por si alguna estaba infectada, y “venga, no sea que el niño empiece a llorar”.
Porque a ella todo eso no le importaba. ¿Quieres hablar de lo que pasó?, era una pregunta que sobrevolaba mi mente y nunca le hice. Claro que con el tiempo lo hemos hablado, pero por entonces no. Solo de manera superficial. Porque no hacía falta. Para ella era solo un detalle más del camino que la llevó a ser madre. Y eso era lo importante para ella.
Llorando, por las grietas en los pezones
El primer día le preguntaron qué quería hacer, si dar el pecho o no. Y ella dijo que el pecho, pero que no se lo había planteado. Y una vez tomó la decisión, no la soltó en ningún momento. Recuerdo llegar a casa por la tarde y verla con la casa desordenada, sentada en el sofá, con el niño en brazos y llorando. Llorando por ver que no podía hacer nada más que cuidar de Jon. Llorando de dolor por las grietas que le estaba provocando. Llorando por ver que a pesar del dolor, de su dedicación, de estar a todas horas por y para él, su bebé seguía llorando. Llorando por verlo llorar.
No llegué a sugerirle la opción de darle algún biberón, o no recuerdo haberlo hecho, pero si se lo hubiera dicho me habría dicho que no. ¿Por qué sigues si sufres? ¿Por qué sigues si él tampoco está bien? No habría respuesta. Ella había decidido hacerlo así y yo no iba a ser capaz de cambiar su opinión, dijera lo que dijera.
Y así nos plantamos en el mes de vida, cuando nos dimos cuenta de que había ganado poco para todo lo que había mamado. Cerca de 800 gramos desde el alta para un bebé que vivía enganchado a los pechos de una mujer que temblaba cada vez que lo oía gemir, porque sabía que segundos después le iba a tener que ofrecer el pecho entre lágrimas de dolor.
Me di cuenta de que lo que una madre puede llegar a hacer por un hijo, nadie lo hará jamás por otra persona.
Días después un cirujano le cortó un frenillo sublingual que llegaba hasta la punta de la lengua (menos mal que esto ahora ha cambiado mucho y no solo se detecta antes, sino que se actúa antes) tras preguntarle: ¿Me estás diciendo, de verdad, que este niño está mamando, que no le das nada más y que está ganando peso?
Huelga decir que esa misma tarde Miriam vio un claro entre las nubes, suspiró y juraría que soltó alguna lágrima de emoción al darse cuenta de que estaba haciendo, por fin, una toma de pecho sin que le doliera apenas.
El segundo parto, de siete días
Si le preguntas a ella si se siente más mujer, más madre, mejor mujer o mejor madre que las demás, es posible que se pregunte que por qué le preguntas algo así, que por supuesto que no, a todo. Pero yo sí la veo así. Como mínimo es más mujer que cualquier hombre (sea lo que sea que quiera decir eso).
El segundo embarazo nos trajo una sorpresa inesperada. En la semana 34 empezaron las contracciones y en el hospital decidieron intentar detener el parto. Cada día que pasara en el útero serían menos días en la incubadora. Para lograrlo le recetaron unas pastillas que debía tomar cada día para evitar que el bebé naciera ya.
Y esta frase se le quedó grabada: “Cada día dentro son varios días menos en la incubadora”. Tan grabada que soportó una semana entera de contracciones cada 10 minutos, que es lo que lograron las pastillas, que no fueran efectivas, que no hubiera dilatación, pero sin eliminarlas por completo. Y cuando digo cada 10 minutos me refiero a por el día y por la noche. Una semana. Siete días con sus siete días y sus siete noches. Con un niño de casi tres años que aún la necesitaba para dormirse.
“¿Te duelen?”. “Claro que me duelen. Pero mucho. Yo creo que duelen tanto como las contracciones de parto” (luego me confirmó, el día del parto, que le dolían lo mismo). Cerraba los ojos, dormía un rato y empezaba a encogerse en la cama, gimiendo, hasta que se iba la contracción. Dormía unos minutos, volvía a encogerse, a quejarse, y de nuevo el mismo ciclo. Así hasta que a las dos o las tres de la mañana se iba al sofá o se sentaba en la pelota un rato.
“Armando, hazme un masaje por favor, que tengo la espalda destrozada”. Y eran las tres de la mañana. Con lo faltos de sueño que íbamos desde hacía tres años, a esas horas sentados en el comedor mientras el niño dormía. Y yo deseando volver a la cama… pero ¿qué le decía, que tenía un sueño que me moría? Si ella también lo tenía, pero encima no podía dormir porque su cuerpo le estaba diciendo que el bebé quería salir y la química no le dejaba hacerlo (Cada día dentro son varios días menos en la incubadora).
Una semana después llegó el momento en el que no podía más (aún no me explico cómo aguantó tanto) y fuimos al hospital, donde aún estuvo doce horas más para dar a luz, tras dejar de tomar el medicamento. Nació Aran, que necesitó seis días de incubadora. Y ella aún se preguntaba si no podría haber aguantado un poco más.
Incubadora era ir al hospital continuamente para darle el pecho, volver a casa, de nuevo al hospital, sacarse leche para que yo se la diera en la toma de la noche, discutir con las enfermeras por no dejarle dar el pecho a demanda, sino cada tres horas, llorar por decirle ellas que se estaba obsesionando y que lo estaba haciendo mal, y entre tanto intentar seguir siendo una madre para Jon, que el pobre ya no entendía por qué pasábamos tanto tiempo en ese sitio, e intentar ser una madre para Aran, con el dolor de sentir que estuviera donde estuviera, dejaba a uno de sus hijos sin su presencia.
Y las noches de Aran
Y así llegaron las noches de Aran, que los primeros meses, quizás por la inercia de haber estado una semana intentando nacer sin conseguirlo, decidió que para dormir necesitaba teta, pero no en la cama, sino en brazos. Y no en los brazos sentada, sino de pie. “Como cuando te movías en la pelota, mamá, y me decías que esperara un poco para nacer. Méceme, mamá, y cálmame con tu pecho”.
Y ella lo hacía. Se iba al comedor con él para no despertar a Jon, cada noche, a pasearlo en su pecho. Porque de hecho así era como mamaba por el día: en el pecho, en movimiento. Si no, lloraba. Y no había consuelo posible.
Y luego vino el embarazo de Guim, con unas náuseas y un mareo (como estar en un barco a todas horas) que pensábamos que acabarían a los tres meses, luego quizás a los cuatro, posiblemente a los seis, y que finalmente entendimos, y entendió, que seguirían hasta el momento del parto. Sola en casa mientras yo trabajaba fuera, con dos hijos y todo el día tambaleándose o tumbada en el sofá tratando de evitar desmayarse.
¿El día del parto? Se le fueron todos los males y volvió a ser persona.
No me di cuenta hasta que te vi hacer todo eso y mucho más
Y solo os he contado una parte, que es la que mejor recuerdo porque son los momentos más trascendentales. Pero a ellos van asociados todos los demás: la semana que estuvo ingresada con el pequeño por una infección de orina, que apenas durmió y al llegar a casa se despertaba totalmente desorientada, soñando que se llevaban a su hijo, buscándolo entre las sábanas cuando lo tenía a su lado; las noches que pasaba con la teta fuera y un niño pegado en todo momento; los largos paseos con el niño en brazos cuando aún no había descubierto los portabebés… y todos los momentos que no me ha contado, que yo no he visto, que me he perdido, o que ya no recuerdo. Porque si todo esto, que a mí me parece tan increíble, a ella le parece algo así como lo normal, lo demás será para ella nada, un mal ratito y ya está.
Por eso cuando veo a mujeres dando el pecho a sus hijos mientras los mecen de pie para que se duerman, cuando veo que los portean y van cargadas hasta los dientes, probablemente con el peso de todo el día sobre sus espaldas, cuando aún me preguntan si eso de despertarse cada hora por la noche puede ser un problema para el bebé, porque si es por ellas están dispuestas a seguir así porque no quieren dejar de estar ahí para sus hijos, no puedo evitar emocionarme un poco. Porque veo a grandes madres. Porque veo que conectamos en eso de amar a los hijos sobre todas las cosas. Porque imagino que yo fuera un bebé, y desearía una madre así.
Y ojo, que no lo digo porque piense que todas las mujeres tengan que cuidar así y las que no lo hagan lo hacen mal. Lo digo porque soy consciente de que, aunque les dijera lo contrario, lo harían igual. Porque antes de preguntármelo, o antes de yo verlas, estoy seguro de que ya han sido varias las personas que, pesando en su comodidad, les han querido enseñar a criar de otra manera, sin éxito.
Y Miriam fue (es) una de ellas. Ni en cien vidas viviría yo lo mismo que ella ha vivido en los últimos once años, así que no puedo más que rendirme ante la evidencia de que las que merecen toda la admiración y el respeto de la sociedad por ser madres son ellas.
Ellas, con sus ojeras, sus horas de sueño desvanecidas, sus dolores de muñeca, de espalda, de cuello… sus cicatrices físicas y sus cicatrices psicológicas, esas que quedan después de que alguien las trate como a niñas pequeñas, cuando están haciendo lo más grande que hay, que es traer una vida al mundo.
Ellas, con sus días y sus noches pensando primero en sus bebés, quizás en nosotros y después, ya si eso, en ellas mismas. Y muchas, encima, tratando de convencernos a nosotros (¡A NOSOTROS, que no hemos hecho NADA!), que dediquemos un poco más de tiempo a sus hijos, que también son nuestros, porque solo desean que les queramos y cuidemos como ellas sienten que deben hacerlo, porque les sale de dentro.
Nunca me di cuenta de lo fuerte que es Miriam, y de lo fuertes que son todas, y de todo lo que hacen, hasta que trajo al mundo a nuestros hijos y los cuidó como yo no habría sabido, seguro, en esas cien vidas.